H A C E 74 A Ñ O S
Los Misioneros Claretianos peregrinamos, al comenzar el tercer milenio, con unos compañeros de excepción: los Mártires Claretianos de Barbastro. Qué emoción puso Juan Pablo II, cuando los beatificó el 25 de octubre de 1992, llamándoles “El Seminario Mártir”. Desde entonces, se han convertido en fuente de espiritualidad juvenil que a tantos llega. Murieron por Jesús, como ellos repetían.
Eran los tiempos turbulentos de la Guerra Civil española, en el verano de 1936. Es difícil explicar tanto odio acumulado, tanta crueldad. Sólo una resaca secular de incomprensiones y sufrimientos puede arrojar alguna luz. Pero, en medio de las sombras, brilla la grandeza de una Iglesia que alumbró tantos mártires: sacerdotes, religiosos y seglares. Entre ellos, aquellos muchachos claretianos de Barbastro, en el norte de España, cerca de los Pirineos. Eran cincuenta y uno; la mayoría, sin alcanzar aún los 25 años. Los hombres de la revolución los sacan violentamente de la casa religiosa y los llevan a la cárcel, en un salón del colegio de los Escolapios.
Allí esperaron la muerte. Nunca una muerte tan presentida, tan aceptada, tan ofrecida a Dios y a los verdugos. Aquella comunidad prisionera estuvo hecha de heroísmo, de dificultades, de ejemplaridad religiosa. Durante el mes de su detención, crearon una mística colectiva. Era una comunidad orante. Recitaban el Oficio Divino de los mártires, el rosario o las oraciones de comunidad. Comulgaban clandestinamente, a veces, ocultas las sagradas formas en el pan del desayuno. Nos legaron escritos conmovedores de aliento y despedida; cualquier madera, y hasta un envoltorio de chocolate, servía para comunicar la tensión religiosa de aquella hora. Muchos textos se conservan en el Museo de los Mártires de Barbastro. Aquella vida sólo era turbada por las voces de quienes les injuriaban o por las prostitutas que intentan provocarlos.
Hasta que se los llevaron al suplicio. Atados por las manos, los subían al camión de la muerte. Ellos iban entonando canciones religiosas. Al fin, a la vera de un camino, en medio de la noche, caían, acribillados por las balas, aquellos cuerpos, iluminados por los faros del vehículo. Mientras, prorrumpían en vivas a Cristo Rey y al Corazón de María, ofreciendo el perdón a sus enemigos. Todavía quedan testigos, pocos ya, que presenciaron la tragedia.
Estas muertes de jóvenes claretianos son un testamento, un testamento espiritual. Su pasión y muerte constituyen un testimonio de lo mejor que atesora el corazón de un cristiano, de un religioso. Allí no cabían las dudas, los miedos, el desaliento. Todo fue radicalidad, grandeza de ánimo, disponibilidad. “Morimos todos contentos sin que nadie sienta desmayos ni pesares”, escribió el líder del grupo, Faustino Pérez. Su sangre fue no para la venganza sino para el perdón.: “A los que vais a ser nuestros verdugos os enviamos nuestros perdón”, escribió otro. Renunciaron a su pasión misionera por la pasión en su martirio: “Ya que no puedo ir a China, como siempre he deseado, ofrezco gustoso mi sangre por aquellas misiones”, dijo el estudiante Rafael Briega. No faltó ni el detalle, tan humano, del recuerdo a su familia, que pronto se enteraría de su muerte violenta: “No lloréis por mí, soy mártir de Jesucristo”, escribía Salvador Pigem, quien rehusó la liberación, por parte de un miliciano, porque no quería separarse de sus hermanos religiosos.
Fue un martirio lento, pero siempre vivido con paz y entusiasmo. Cantando marchaban al suplicio; sobre todo, aquella canción que dice: “Jesús ya saber soy tu soldado, siempre a tu lado yo he de luchar; contigo siempre y hasta que muera una bandera y un ideal. ¿Y qué ideal? Por ti, Rey mío, la sangre dar”.